Han pasado varios años desde la última vez que pasé un Jueves Santo en aquel rincón verde en las faldas del volcán. Invariablemente la nostalgia suele asomarse cuando un elemento detona tu memoria y te lleva suavemente a ese momento y a ese lugar ¿Te gustaría saber de qué hablo?
Cuando era niña la Semana Santa, o la Semana Mayor como mi abuela solía llamarla, era época que me ponía nerviosa y asustada por todas las actividades y ritos que había en torno a esta tradición. Mi pueblo solía transformarse en un lugar donde los hogares, las iglesias, inclusive el viento, se sentían como si algo estuviera por ocurrir.
Cierro los ojos y puedo vuelvo a tener esa sensación; de cuando el silencio reclamaba su dominio en los hogares de los fieles y la música y las risas se guardaban por unos días mientras las iglesias se transformaban en centros de reunión. Las campanas dando su último repique para dar paso al momento de guardar. Hay una tensión presente que va creciendo y se va adueñando de todo a su paso señalando que ya era momento de velar. ¡Cómo olvidar que de niña la noche del Jueves Santo era la noche que no dormía por el miedo y la incertidumbre!
Recuerdo cómo el sonido de las matracas de las iglesias iba creciendo más y más, y a mi abue diciendo que los “judíos” ya habían apresado a Jesús y el momento se acercaba y nosotros debíamos orar para que su transición pasara pronto. Algunas veces íbamos a la iglesia a orar con el resto donde sus voces se unían en un canto triste que te tocaba en lo profundo y que hasta ahora de vez en cuando tarareo.
La iglesia se llenaba de mantas y adornos púrpuras, las luces bajaban tanto que parecía que estuvieras atrapado en un susurro mientras el aroma a incienso y velas se convertían en una especie de bálsamo para la pena. Afuera se escuchaban flautas y tambores, como si fueran gritos de guerra que se iban acercando sin que nada los detuviese.
En algún momento de la velada la “Judea”, como suele llamarse al grupo de la representación, aparecía y se acercaba al altar principal para cargar la imagen de “Padre Jesús” y llevársela por todo el pueblo rumbo a su juicio inevitable. Algunos los seguían, otros se quedaban en la iglesia y nosotros regresábamos a casa con la sensación de ausencia, de tristeza y en mi caso, de miedo y de angustia. A medida que la noche transcurría, había ocasiones en las que solía escuchar cómo los perros aullaban dolorosamente cuando el grupo de gente se acercaba, así como el matraqueo como si fuera un sollozo de un alma inconsolable. Recuerdo a una yo mucha más pequeña llorando de miedo, mientras mi abuelita me escuchaba, me abrazaba y me decía “No llores, reza que a Nuestro Señor ya lo van a crucificar”.
Lo cierto es, que ahora he crecido y esta temporada se ha vuelto un recuerdo agradable y con nostalgia de cómo un lugar puede transformarse y yo formaba parte de él. ¿Te ha pasado algo así? Me encantaría escucharlo…